Opinión: China despierta: ¿nace un nuevo consenso?
En el último cuarto del siglo XX, el epicentro económico y geopolítico global se desplazó hacia la región de Asia-Pacífico, produciendo una profunda reconfiguración del equilibrio de poder en la escena internacional. En ese contexto, Estados Unidos ha decidido levantar las banderas del proteccionismo económico blindando sus mercados, mientras el gigante asiático anuncia que seguirá abriendo su economía.
El nuevo protagonismo internacional chino es un dato imposible de soslayar. El gigante asiático se ha transformado en las últimas décadas en un factor clave para comprender la evolución y las perspectivas del proceso de globalización: la Nación del centro ha acelerado el paisaje económico mundial debido a su notorio desempeño en cuanto a crecimiento económico, comercio internacional, inversión extranjera directa e innovación tecnológica y su papel como fuente de financiamiento internacional; a la vez, reforzó los vínculos entre las economías en desarrollo y contribuyó asimismo a un ciclo nunca antes visto de crecimiento, comercio, inversión, reducción de la pobreza y avances en la internacionalización de las economías emergentes[1].
No obstante, la crisis financiera global que comenzó en 2008 y que aún perdura, hizo que los líderes chinos tomaran nota de lo sucedido e impulsasen una reorientación de su modelo económico. Los pilares que a partir de entonces asumió China para sustentar este nuevo patrón de crecimiento han sido el consumo interno, por un lado, y el estímulo a la inversión en Ciencia y Tecnología, por otro.
Actualmente, la clase media urbana china se estima en alrededor de 450 millones de personas y crece a ritmo vertiginoso: en el año 2000, tan solo 5 millones de personas era considerada clase media, mientras que en 2020 se espera que esta llegue a 500 millones (algo así como 11 veces la población de nuestro país). Para inducir el cambio estructural en materia económica, el gobierno ha propiciado aumentos del salario mínimo, subvenciones al consumo de una serie de productos en las zonas rurales, la progresiva extensión de los sistemas de Seguridad Social, entre otras medidas[2]. De acuerdo al Buró Nacional de Estadísticas de China, el consumo interno explicó en 2017 un 58,8% del crecimiento económico (una década atrás representaba sólo el 45%). Según un reporte del banco Santander, este proceso se ve alentado por el auge del comercio electrónico y los servicios financieros en línea[3].
Destacábamos que el otro pilar de crecimiento es la inversión que China está haciendo en la esfera científica y tecnológica. El Consejo de Estado, bajo iniciativa de Xi Jinping, dio curso al programa «Made in China 2025» con la finalidad de estimular la inversión en dicho campo, orientándose básicamente hacia la protección de algunas industrias definidas como estratégicas por los líderes políticos (energías renovables, tecnologías de la información, biotecnología, etcétera). Más recientemente, China comenzó a enfocarse al desarrollo de la inteligencia artificial y la tecnología 5G. Esta última, particularmente, promete cambios sustantivos en la industria de las telecomunicaciones al punto que hay quienes ya se refieren a la misma como una «nueva Revolución Industrial».
Un dato central: China posee el segundo mayor gasto en investigación y desarrollo (I+D) después de los Estados Unidos. Pero quizás lo más importante es que el gasto en ese rubro creció a un promedio de 18% anual entre 2010 y 2015, cuatro veces más rápido que el gasto estadounidense.
¿Implica esto que China haya abandonado su frente externo? Todo lo contrario. En paralelo, el gigante asiático viene llevando adelante una serie de iniciativas dirigidas a consolidar su hegemonía, las cuales involucraban inicialmente a los países limítrofes del área asiática y que posteriormente se han ido proyectando más allá de aquella región a través de la iniciativa de la Franja y la Ruta.
El ambicioso proyecto de la Franja y la Ruta fue delineado por el presidente chino Xi Xinping durante su visita a Asia Central y al Sudeste Asiático en 2013, fijando el escenario para una nueva estrategia de política exterior y desarrollo por parte del gigante asiático.
Esta propuesta se basa en dos pilares, el cinturón económico de la Ruta de la Seda y la Ruta marítima de la Seda del siglo XXI. El proyecto -que abarca a más de 60 países a lo largo de tres continentes- tiene por objeto crear rutas económicas y financieras integradas en los países del cinturón y del camino, con la finalidad de promover el desarrollo e impulsar la cooperación entre las naciones que atraviesa.
La Franja y la Ruta constituye una propuesta bien concreta, y en paralelo abarca una serie de proyectos de infraestructura. A diferencia de otras iniciativas, incluye el elemento financiero posibilitando que los países partícipes de dicho megaproyecto tengan acceso al financiamiento -ausente en otros acuerdos de libre comercio-. Para ello, el gobierno chino impulsó la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII). La motivación política detrás de esta nueva estructura financiera multilateral radicó en la necesidad china de construir un nuevo orden regional, que respondiera a una lógica diferente a la que gobierna al sistema emergente tras los acuerdos celebrados en Bretton Woods en el período de posguerra y luego prolongadas en el conjunto de políticas implicadas por el Consenso de Washington.
El mecanismo fue pensado como una vía de estímulo a las economías de los países en desarrollo, en especial de aquellos situados en la región asiática. De acuerdo al Banco Asiático de Desarrollo, las necesidades de inversiones en infraestructura de Asia se estimaban en una cifra cercana a los U$S 800 mil millones para el decenio 2010-2020.
El interés demostrado por algunas de las principales economías mundiales -como Alemania, Italia, Francia y Reino Unido- en relación a esta nueva entidad financiera internacional refleja la importancia de la misma en la medida que vino a suplir el vacío económico y financiero existente, aportando una estructura de gobernanza diferente a la que exhiben las instituciones financieras multilaterales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial.
Por otra parte, en el año 2016 el FMI incorporó al renminbí en la canasta de monedas que conforman los derechos especiales de giro, lo cual estableció un nuevo y valioso paso en el proceso de internacionalización de la divisa china. Tras este impulso, el Banco Popular chino (BPCh) reforzó diversos swap de monedas con los bancos centrales de otros países cuestionando la hegemonía del dólar como moneda de reserva mundial, de los cuales el más trascendente es el celebrado a mediados de este año con Rusia.
Paradoja de los nuevos tiempos: mientras China cobra un mayor rol protagónico en el escenario internacional, el otrora adalid del libre comercio, Estados Unidos, se ha embanderado tras las consignas «American First» y se ciñe ahora a recetas proteccionistas. El ascenso de Donald Trump al gobierno estadounidense vino acompañado por el rechazo de parte de los Estados Unidos a los principales acuerdos de comercio que regulan el proceso de globalización y el abandono del multilateralismo. A poco de asumir, el presidente Trump firmó el decreto que hacía efectiva la salida del país del norte del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, por su sigla en inglés); poco después, renegoció el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)[4] que reúne a Estados Unidos, México y Canadá, entre otras acciones que fueron en ese mismo sentido. A modo de ejemplo, el gobierno de los Estados Unidos anunció recientemente que restituirá las tarifas a las importaciones de acero y aluminio provenientes de Argentina y Brasil en represalia a la fuerte devaluación que sufrieron el peso y el real.
El conflicto comercial que enfrenta a Estados Unidos con China lleva casi dos años y ha escalado en intensidad, por lo que algunos analistas no dudan en hablar de «guerra comercial». Las sanciones impuestas por los estadounidenses a los productos chinos, no obstante, comporta como trasfondo algo más que una mera controversia sobre asuntos comerciales. Si bien la administración Trump necesita equilibrar la balanza comercial con China -en 2018 tuvo un déficit cercano a los USD 443 miles de millones, de acuerdo a datos extraídos de United Nations International Trade Statistics Database- el hecho de que el gigante oriental esté tomando la delantera tecnológica, en especial en sus núcleos más dinámicos, ha provocado esta fuerte reacción del país del norte.
China tomó la delantera en la competencia por el desarrollo del 5G, y esto explica en buena parte la reacción estadounidense prohibiendo el uso de dispositivos y servicios comunicacionales chinos (en particular en instituciones militares y gubernamentales de los Estados Unidos), alegando que por detrás de esa industria se encuentran los servicios de inteligencia de China[5]. Incluso, la administración Trump ha tratado de boicotear el 5G chino con misiones a los países que vienen negociando la implementación de su infraestructura de Internet con el gigante tecnológico Huawei.
Ambos países anunciaron en estos días haber alcanzado un acuerdo que deja sin efecto las tarifas por cerca de 160 mil millones de dólares que debían haber entrado en vigor a mediados de este mes de diciembre (al momento de escribir estas líneas, se encuentra pendiente la firma del texto definitivo). El compromiso mantiene los aranceles impuestos anteriormente a las importaciones chinas, pero con un recorte significativo del orden del 10%[6].
¿Cómo resarcirá China esta rebaja de los aranceles estadounidenses a sus productos? Por un lado, se habría comprometido a adquirir productos agrícolas por valores cercanos a los 50 mil millones de dólares. A la vez, China deberá realizar ciertas reformas estructurales en su modelo económico y cambios en materia de propiedad intelectual, transferencias de tecnología, servicios financieros, control de cambio, entre otros.
Días atrás, el portal Deutsche Welle se preguntaba cuán realista es la posibilidad de que ambos bloques hagan efectivo dicho acuerdo. Y añadía que lo que en algún momento comenzó como una pugna comercial, se ha convertido actualmente en una medición de fuerza entre ambos países donde la alta tecnología es el fondo del conflicto[7]. Si bien la distensión ocurrida entre estas dos superpotencias no implica que vayan a superar sus diferencias en el corto o mediano plazo, al menos creemos estar seguros que China y los Estados Unidos evitarán caer en lo que el profesor Allison[8] definió como «la trampa de Tucídides».
En su obra Historia de la guerra del Peloponeso, el historiador ateniense daba cuenta de la aprensión y recelo que se propagó en Esparta por el ascenso de Atenas, lo cual hizo inevitable la guerra entre estas dos ciudades de la antigua Grecia. Retomando dicha observación, Allison señala que cuando un poder emergente amenaza con desplazar a un poder establecido, se establece una delicada dinámica histórica que deriva, a menudo, en conflictos violentos.
Si bien es cierto que el ascenso del gigante asiático ha cuestionado el poder unilateral que posee los Estados Unidos desde inicios de la década de 1990 cuando tuvo lugar la caída de la ex Unión Soviética, no está tan claro que ambas potencias deseen verse envueltas en una confrontación directa de consecuencias impredecibles, al menos en lo inmediato. Antes, más bien, ninguno de estos dos actores globales busca ceder posiciones conquistadas a la vez que buscan mejorar su posición en los mercados y prepararse para la disputa tecnológica.
Esto nos lleva a pensar que en el futuro continuaremos presenciando la feroz competencia que se libra entre el hegemón que da señales de agotamiento en su desempeño global (Estados Unidos) y la economía emergente (China) por ver quién toma el control de la iniciativa por la primacía tecnológica y comercial. De manera previsible, Estados Unidos continuará asediando a la economía china y en particular seguirá insistiendo en su guerra estratégica contra Huawei, imponiendo a sus aliados el veto a la empresa china. Por su parte, China continuará enfocándose en ciertos proyectos que le permitan mejorar su situación en los mercados internacionales y paralelamente ha de apuntar a la disputa tecnológica.
Por el momento, la interdependencia económica y comercial entre ambos países seguirá funcionando a modo de freno a un conflicto mayor, evitando que escale a un punto en que ya no exista retorno.
[1] CEPAL (15 de mayo de 2017).
[2] Fanjul, E. (2011). Hacia un nuevo modelo de crecimiento chino. En Estudios de Política Exterior N° 56.
[3] Santander Trade Markets, mayo de 2019.
[4] Sustituido recientemente por el Tratado México, Estados Unidos y Canadá (TMEC).
[5] Si bien no ha sido probado, la administración estadounidense da por un hecho los vínculos de estas empresas con el Ejército Popular chino y, en el caso de Huawei, que ésta ha realizado espionaje industrial y cometido fraude bancario en perjuicio de los Estados Unidos.
[6] A partir del acuerdo, los aranceles que a principios de 2018 pasaron del 10% al 25%, han sido reducidos a un 15%.
[7] 2020: «EE. UU. primero» versus «China primero» (12 de diciembre de 2019). En Deutsche Welle.
[8] Allison, G. (2017). Destined for War: Can America and China Escape Thucydides’s Trap? Nueva York: Houghton Mifflin Harcourt. Graham Allison es un politólogo y experto en seguridad, director del Centro Belfer de Ciencias y Asuntos Internacionales en la Kennedy School de Harvard, conocido por su contribución al análisis, a fines de la década de 1960, de la toma de decisiones en el medio burocrático, especialmente en tiempos de crisis.
Por: Sabino Vaca Narvaja
Fuente: Cenital