Alas al mercado común, freno a la integración política
Las instituciones europeas arriarán esta semana en Bruselas la bandera británica y se despedirán de un Reino Unido que ha compartido cuatro décadas largas de la historia de la Unión Europea. Su salida el 31 de enero deja el regusto de una relación más agria que dulce, a veces distante y siempre amagando con una ruptura que ha terminado por llegar.
Los desencuentros y los sinsabores se llevan la palma, sobre todo, en la memoria más reciente. Pero el balance histórico a más largo plazo será, probablemente, más equilibrado. Y a medida que se aleje el resquemor del Brexit se valorará en su justa medida el recuerdo de un país que ha sido una de las piezas clave para la visión política, económica y geoestratégica de la Unión Europea.
Tan correosos negociadores como leales con los acuerdos alcanzados, el Reino Unido ha dejado una impronta muy reconocible en algunas de las principales políticas comunitarias, desde el nacimiento del mercado interior a la expansión del club hacia Europa central y del Este. A su peso económico y demográfico (segundo con mayor PIB y tercer socio con más población), Londres añadía la eficacia de una maquinaria administrativa perfectamente engrasada y un Estado de derecho reconocido en todo el planeta.
A las pérdidas tangibles para la UE, como un 16% del PIB del club y un 13% de la población, se suma su contribución a las arcas comunitarias (dejará un agujero de unos 10.000 millones al año) y el peso en la escena mundial (el Reino Unido es junto a Francia la única potencia europea con armamento nuclear y asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU).
El contrapeso negativo de esa aportación es que durante 47 años Londres se ha aferrado a un modelo de UE que solo existía en su imaginario político, social y diplomático. Europa no es ni el simple mercado que anhelaban algunos británicos ni el super-Estado invasor que temían otros.
“Han sido un socio incómodo porque siempre han estado poniendo el pie en el freno de la integración, pero al mismo tiempo han inspirado aspectos muy positivos, sobre todo, en política económica”, resume Joaquín Almunia, que entre 2004 y 2014 fue comisario europeo de Economía y, luego, vicepresidente y comisario de Competencia. Almunia destaca “el impulso modernizador de los británicos en áreas de competencia, de liberalización o de eliminación de antiguos monopolios, así como un visión amplia y abierta de la escena global”.
Al impulso británico se atribuye la construcción del mercado interior, definido por un veterano diplomático comunitario como “un avance fundamental en la historia de la Unión, un salto cualitativo de gran magnitud en relación con el mercado común inicial”. Curiosamente, la primera ministra británica Margaret Thatcher, a la que considera el primer símbolo del euroescepticismo, fue una de las protagonistas de esa construcción. “Al eliminar las barreras y al hacer posible que las empresas operen a escala europea, podremos competir mejor con EE UU, Japón y otras potencias económicas emergentes en Asia o en otros lugares”, se felicitaba Thatcher para crear un mercado único en su discurso de 1988 en el Colegio Europeo de Brujas.
La Comisión Europea encargada de acometer esa ingente empresa fue la presidida por el francés Jacques Delors. Pero, de manera significativa, el comisario europeo de Mercado Interior en los años de preparación fue el británico lord Cockfield. La conquista de ese mercado completaba la visión de Thatcher de la Unión.
“El Tratado de Roma se pensó para convertirse en una Carta por la Libertad Económica”, condensaba la primera ministra con una frase muy del gusto de aquellos años de reaganomics. “Si la UE se hubiera limitado a ser un mercado único, tal vez el referéndum de salida nunca habría ocurrido”, señala un reciente estudio encargado por la Comisión de Asuntos Constitucionales del Parlamento Europeo sobre el papel del Reino Unido en la Unión.
El triunfo de la corriente neoliberal impulsada por Reagan y Thatcher permitió al Gobierno británico acariciar su esperanza de una Europa transformada en gran mercado, con la City londinense como centro financiero indiscutible. “Durante años, Londres exportó a Bruselas una visión liberalizadora y moderna de la economía”, recuerda un diplomático comunitario.
Al otro lado del canal de la Mancha se abrió el camino de la liberalización del transporte aéreo y ferroviario, del sector energético, del servicio postal y, por supuesto, de los mercados financieros. El resto de la UE, a regañadientes al principio y después con creciente entusiasmo, se subió a una ola que aún sigue con vigor.
“En cambio”, apunta Almunia, “el Reino Unido ha frenado a menudo los avances en la Europa social o en la armonización fiscal”. Desde los Gobiernos de Thatcher a los de Tony Blair, se ha resistido a todos los intentos de comunitarizar la agenda social o de armonizar ciertos derechos laborales.
Londres se desmarcó de los avances del Tratado de Maastricht en política social y volvería a hacerlo con la Carta europea de derechos fundamentales aprobada tras la ampliación de la UE e incorporada al Tratado de Lisboa. El mensaje de Londres era claro: mercados más grandes y más abiertos, en materia de protección social cada Estado debe mantener su propio modelo. Esa filosofía convirtió al Reino Unido en uno de los grandes impulsores de la ampliación de la Unión Europea, que entre 2004 y 2007 pasó de 15 socios a 27. El big bang, defendido también a uñas y dientes por Berlín, fue acogido con entusiasmo en Londres. “Para algunos es un mérito y para otros, un demérito”, apunta una fuente diplomática, en alusión a los defensores y detractores de una expansión que aumentó exponencialmente las diferencias económicas entre los socios de la Unión y, a largo plazo, el diferente apego a los valores del club.
La década de la ampliación (2000-2010) marcó tal vez el punto álgido de la influencia de Londres en el club, con un Tony Blair como primer ministro que fue recibido por las instituciones europeas en Bruselas como uno de los suyos. La huella de Blair es evidente en toda la agenda de Justicia e Interior, que se desarrolló (de ahí surgió la Orden europea de detención y entrega) con el apoyo incondicional del entonces presidente del Gobierno español, José María Aznar.
Esa década coincide con tres hitos de una relación que desembocó en el referéndum del Brexit en 2016: el ingreso en la UE de Polonia y otros países del Este, con una gran oleada de migración hacia el Reino Unido; el descarrilamiento de la Constitución Europea; y el inicio de una crisis de la zona euro que acabó de convencer a los euroescépticos británicos de que el club comunitario estaba condenado al naufragio. En ese momento, el primer ministro David Cameron lanzó el órdago. “Cameron jugó con fuego y organizó el referéndum para tratar de aumentar su influencia política y la del Reino Unido en la UE, pero perdió”, asegura el eurodiputado Dacian Ciolos, líder del grupo Liberal (Renew) en el Parlamento Europeo
Por: Bernardo de Miguel
Fuente: El País